En las discusiones sobre movilidad urbana, las infancias suelen quedar fuera. Planificamos calles, transporte y espacios públicos pensando en el adulto promedio, sin detenernos a considerar cómo se mueven, aprenden y viven la ciudad niñas, niños y adolescentes. Esta omisión tiene consecuencias profundas: entornos inseguros, autonomía limitada y una brecha creciente en el acceso equitativo al espacio urbano.
La Ley General de Movilidad y Seguridad Vial establece principios de accesibilidad e igualdad, pero en la práctica, los derechos de la infancia a moverse libre y dignamente siguen sin garantizarse. Las regulaciones varían según el estado: mientras en algunos se permite el uso independiente del transporte público a los siete años, en otros se exige tener al menos diez. También hay criterios dispares sobre el pago de pasaje o el uso de la bicicleta. Esta falta de homologación genera desigualdad y fragmenta la protección a la niñez.
La movilidad infantil no es un tema menor. Se relaciona con el desarrollo de la autonomía, la adquisición de hábitos saludables, la seguridad vial y el fortalecimiento del tejido social. Invertir en infraestructura segura, zonas escolares protegidas, pasos peatonales visibles y ciclovías conectadas beneficia no solo a los menores, sino a toda la comunidad.
Existen experiencias valiosas en países como Colombia o España, que han logrado avances significativos en movilidad infantil. En México también hay esfuerzos —como “Caminar y pedalear a la escuela”— pero siguen siendo iniciativas aisladas, sin un marco nacional que les dé continuidad.
Si aspiramos a ciudades más justas y sostenibles, debemos comenzar por quienes más las necesitan. Incorporar a las infancias en la planeación de la movilidad no es un gesto simbólico: es una decisión estratégica para construir espacios más seguros, accesibles y humanos.
Es momento de pasar del discurso a la acción. La movilidad infantil no debe ser una excepción, sino el punto de partida para transformar nuestras ciudades.