En muchas ocasiones me han consultado sobre qué es la movilidad o cómo debe entenderse el derecho a la movilidad. Más que una definición única, la movilidad se construye desde distintos ángulos y directrices, combinando perspectivas urbanísticas, sociales y ambientales que le otorgan un carácter multifacético.
Lejos de ser una acción meramente funcional, la movilidad constituye un fenómeno cargado de implicaciones sociales, económicas, ambientales y políticas. Como señala Isunza (2017), va mucho más allá de conectar puntos en el espacio: involucra relaciones sociales, accesibilidad a derechos y procesos de diferenciación socioespacial. Comprenderla, por tanto, exige reconocer su complejidad y su papel en la estructura urbana contemporánea.
Un primer paso que tenemos que tener presente es comprender que la movilidad ha evolucionado hasta consolidarse como un derecho humano. La Declaración Universal de los Derechos Humanos (Naciones Unidas, 1948) estableció en su Artículo 13 el derecho a la libertad de movimiento y residencia, sentando así las bases para discusiones posteriores sobre su centralidad en la vida urbana.
Sin embargo, este reconocimiento no surgió de forma automática. Por ejemplo, a partir del “derecho a la ciudad” propuesto por Henri Lefebvre (1968), se abrió una reflexión crítica sobre la movilidad como componente de la participación plena en la vida urbana, reflexión que David Harvey (2008) profundizó al abogar por la democratización del poder urbano y la inclusión de todos los habitantes en la configuración de las ciudades.
La Ciudad de México constituye un caso ejemplar de institucionalización de este derecho. La Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad (2011) reconoció la movilidad como pilar para construir una urbe inclusiva. Posteriormente, tanto la Ley de Movilidad (2014) como la Constitución Política de la Ciudad de México (2017) incorporaron principios rectores como seguridad, accesibilidad, eficiencia, calidad, resiliencia y sustentabilidad.
La movilidad es un derecho humano multifacético que involucra dimensiones urbanísticas, sociales, económicas, ambientales y políticas; va más allá del simple desplazamiento y se vincula al acceso a otros derechos fundamentales como el trabajo, la educación y la salud.
Teorías urbanas, justicia social y sostenibilidad: una mirada integral
Para entender la dinámica de la movilidad urbana, es necesario integrar diversas perspectivas teóricas.
Desde el urbanismo, Salvador Rueda (1997) propuso el modelo de “Ciudad compacta y diversa”, que promueve un equilibrio modal en favor de la movilidad humana frente a la hegemonía del automóvil. En la misma línea, Carlos Moreno (2016) formuló el concepto de la “Ciudad de los quince minutos”, planteando la reducción de desplazamientos innecesarios mediante el acceso cercano a servicios básicos.
Estos modelos no solo optimizan los desplazamientos, sino que mejoran la calidad de vida, promueven la sostenibilidad ambiental y fortalecen la economía local. Concebir ciudades caminables o ciclables es, en esencia, una apuesta por un nuevo paradigma urbano.
Complementariamente, Guillermo Peñalosa (2007) formuló el principio “8-80”: si una ciudad es adecuada para personas de ocho y ochenta años, será adecuada para todos. Esta perspectiva recalca la importancia de diseñar sistemas de movilidad desde la vulnerabilidad y no desde el privilegio de quienes son jóvenes, atléticos y motorizados.
Desde el enfoque socioeconómico, Lucas (2012) subraya cómo la falta de acceso a sistemas de transporte seguros y eficientes agrava las desigualdades sociales, limitando el acceso a empleos, educación y servicios de salud.
Finalmente, las teorías de sostenibilidad, lideradas por Banister (2008), ponen énfasis en transformar patrones de movilidad para reducir emisiones de carbono, minimizar impactos ambientales y promover tecnologías limpias.
Abordar la movilidad urbana, por tanto, exige articular urbanismo, justicia social y sostenibilidad ambiental en una perspectiva integral.
Hacia un concepto ampliado de movilidad
Tradicionalmente, la movilidad se entendía como el simple desplazamiento de personas de un lugar a otro (SEGOB, 2018). Sin embargo, esta noción ha sido enriquecida en las últimas décadas.
La CDHDF y el ITDP (2013) sostienen que la movilidad articula transporte, infraestructura y espacio público, mientras que el Centro de Transporte Sustentable EMBARQ-México (2007) la conceptualiza como un factor de comunicación, integración espacial y catalizador del desarrollo urbano. Desde esta óptica, la movilidad no es un fin en sí misma, sino una condición habilitante para el ejercicio de otros derechos fundamentales.
Este entendimiento ha permeado el marco jurídico mexicano. La Ley de Movilidad de la Ciudad de México (2014) reconoció explícitamente el derecho a la movilidad, antecediendo su consagración en la Constitución de la Ciudad de México (2017). A nivel federal, la reforma al artículo 4º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (2020) estableció que toda persona tiene derecho a la movilidad en condiciones de seguridad vial, accesibilidad, eficiencia, sostenibilidad, calidad, inclusión e igualdad (CPEUM, 2021).
Este avance culminó con la expedición de la Ley General de Movilidad y Seguridad Vial (LGMSV) en 2022, que define el derecho a la movilidad como la posibilidad de trasladarse y disponer de un sistema integral de movilidad de calidad, suficiente y accesible que, en condiciones de igualdad y sostenibilidad, permita el desplazamiento de personas, bienes y mercancías (DOF, 2022).
El derecho a la movilidad ha sido reconocido y fortalecido en México a través de instrumentos legales como la Constitución de la Ciudad de México (2017), la reforma al Artículo 4º de la Constitución Federal (2020) y la Ley General de Movilidad y Seguridad Vial (2022).
Principios rectores para una movilidad justa
El reconocimiento legal del derecho a la movilidad no sería efectivo sin principios claros que guíen las políticas públicas.
En la Ciudad de México, la jerarquía de movilidad (Gaceta Oficial del Distrito Federal, 2014) prioriza a peatones, ciclistas y usuarios del transporte público sobre quienes utilizan transporte particular. Esta jerarquía introduce una lógica de equidad en el uso del espacio urbano y en la asignación de recursos públicos, rompiendo con el modelo tradicional centrado en el automóvil.
Además, se han definido diez principios rectores:
Estos principios, articulados con la jerarquía de movilidad, son fundamentales para consolidar el derecho humano a la movilidad como una realidad tangible.
Una movilidad justa requiere priorizar peatones, ciclistas y transporte público, garantizando accesibilidad universal, eficiencia, sostenibilidad, seguridad y participación ciudadana en la planeación y gestión de los sistemas de transporte. γ
Reflexiones y desafíos futuros
Reconocer la movilidad como un derecho humano es un logro fundamental, pero su materialización enfrenta desafíos significativos en las ciudades contemporáneas.
Uno de los principales retos es superar el modelo urbano basado en el automóvil privado, que ha producido ciudades extensas, fragmentadas y excluyentes. Revertir esta tendencia exige reforzar la jerarquía de movilidad, priorizando efectivamente a peatones, ciclistas y usuarios del transporte público en discursos, inversiones públicas, distribución del espacio vial y regulación del transporte.
Otro desafío crucial es garantizar la accesibilidad universal. Como sostienen CDHDF-ITDP (2013) y Vadillo (2019), el diseño de los sistemas de movilidad debe considerar las necesidades de grupos históricamente marginados: personas con discapacidad, mujeres, personas mayores, habitantes de periferias, niñas y niños.
La eficiencia y sostenibilidad de los sistemas de transporte también son urgentes. Según la CEPAL (2021), la movilidad sostenible es clave para mitigar el cambio climático. Apostar por transporte público de alta calidad, infraestructura ciclista segura y políticas de reducción de emisiones es imperativo.
La innovación tecnológica abre nuevas oportunidades —como la movilidad integrada y la gestión inteligente del tránsito—, pero también plantea riesgos de exclusión si no se garantiza el acceso equitativo a estas herramientas.
Finalmente, la participación social activa es esencial. Como lo establece la Carta de la Ciudad de México (2011), las personas usuarias deben tener un papel central en la construcción de soluciones de movilidad, más allá de las decisiones tomadas exclusivamente por gobiernos o empresas.
Por último: una movilidad justa para transformar nuestras ciudades
La creciente desigualdad urbana y los modelos de movilidad basados en el automóvil exigen transformaciones profundas. No bastan ajustes menores: es necesario situar al ser humano, y no al vehículo, en el centro de la planificación urbana, promoviendo ciudades más equitativas y accesibles.
Modelos como la “Ciudad de los quince minutos” (Moreno, 2016) y el principio “8-80” (Peñalosa, 2007) ofrecen rutas claras para avanzar hacia ciudades compactas, accesibles y saludables. Sin embargo, su aplicación debe considerar el contexto urbano existente: en ciudades consolidadas, más que replicar esquemas ideales, el verdadero reto es reducir los tiempos de viaje, acercar servicios esenciales y equilibrar territorialmente las oportunidades, reconociendo la diversidad histórica y social de cada entorno.
La movilidad, más que un simple traslado, es un puente hacia otros derechos fundamentales como el trabajo, la educación, la salud y la recreación. Garantizar el derecho a la movilidad es, en última instancia, garantizar el acceso pleno a la vida urbana.
La consolidación de este derecho no se puede seguir postergando. Es un imperativo de justicia social, de inclusión y de fortalecimiento democrático.
El futuro de nuestras ciudades dependerá de nuestra capacidad de movernos mejor: de manera más justa, segura y digna.
Transformar las ciudades implica superar el modelo centrado en el automóvil, construir entornos compactos y accesibles (como la “Ciudad de los quince minutos”) y promover soluciones basadas en justicia social, equidad territorial y resiliencia urbana.