A las 7:30 de la mañana, mientras usted lee esto, miles de motociclistas ya ganaron la carrera del día: llegaron a tiempo a su trabajo, a la escuela o o al reparto del turno. Atrás dejaron al transporte público rezagado, lento, fragmentado. El dato es contundente: en los últimos cinco años, más de 7.7 millones de motocicletas se sumaron al parque vehicular mexicano. ¿Motivo? No fue moda, fue necesidad.
Nos enfrentamos a un fenómeno que no es anecdótico ni pasajero. Es estructural. La motocicleta ha dejado de ser solo una herramienta de reparto o de recreación para convertirse en el vehículo de movilidad cotidiana para millones de trabajadores, jóvenes y habitantes de las periferias urbanas. Lo hacen porque el transporte público no les sirve: no llega a tiempo, no llega cerca, no es confiable. Y ante un sistema fallido, la gente se organiza… sobre dos ruedas.
El problema no es la moto. Es la falta de política pública en la mayoría de las ciudades mexicanas. La ausencia de regulación, la venta sin freno, la circulación sin licencia, la impunidad vial. Las cifras son alarmantes: miles de hospitalizados, cientos de muertes, ciudades congestionadas, contaminación al alza. Y al mismo tiempo, una hemorragia silenciosa: usuarios que desertan del transporte público para nunca volver.
¿Quién lo dice? Lo dicen los propios secretarios de movilidad, los académicos, las asociaciones de fabricantes, los especialistas en transporte. Lo sabemos todos. Pero seguimos sin reaccionar.
Regular no es prohibir. Es ordenar. Es asegurar que ese joven que compra una moto a crédito para ahorrar tiempo no termine en el hospital. Es evitar que ese padre que abandona el autobús por una Italika usada contribuya sin saberlo a una crisis ambiental. Es reconocer que si no actuamos hoy, el sistema de transporte público colapsará no por falta de voluntad, sino por falta de usuarios.
¿Estamos a tiempo? Sí. Pero cada semáforo en verde que no aprovechamos, nos aleja más de una solución. México necesita una política nacional de movilidad que ponga orden sin criminalizar, que recupere al transporte público y que le dé su lugar —y su carril— a todos los modos. Incluyendo, por supuesto, a la motocicleta.
Porque la verdadera carrera no es de velocidad. Es de visión.