¿Y el transporte colectivo en la guerra? Cuando moverse deja de ser un derecho y se vuelve una estrategia - Pasajero7

¿Y el transporte colectivo en la guerra? Cuando moverse deja de ser un derecho y se vuelve una estrategia

transporte colectivo en la guerra

Cuando estalla una guerra, solemos hablar de rutas de evacuación, de crisis de combustible, de bloqueos aéreos. Pero rara vez nos detenemos a pensar en cómo se mueven las personas en medio del conflicto, más allá de los titulares. ¿Qué sucede con quienes deben desplazarse a pie bajo amenaza? ¿Qué opciones tienen quienes usan bicicleta cuando las rutas dejan de ser seguras? ¿Cómo funcionan los trenes, autobuses o tranvías cuando caen bombas o se interrumpen los suministros? ¿Y qué ocurre con quienes tienen auto, pero enfrentan escasez, bloqueos o amenazas constantes en el camino?

El transporte colectivo no desaparece durante la guerra; se transforma. Cambia su lógica, sus trayectos, su sentido. Y con ello cambia también la experiencia de quienes dependen de él, no para llegar a su trabajo o regresar a casa, sino para sobrevivir.

Lichtenheld (2020) documenta cómo los actores armados, desde gobiernos hasta milicias e insurgencias, convierten el movimiento de la población en una herramienta táctica. No se trata de algo incidental. En algunos casos, empujan a comunidades a huir para vaciar territorios estratégicos; en otros, organizan evacuaciones masivas disfrazadas de rescates, cuando en realidad son desplazamientos forzados. También bloquean caminos, establecen rutas “seguras” o controlan accesos para inmovilizar o castigar a las poblaciones. Ejemplos no faltan: en Uganda, más de un millón de personas fueron trasladadas a “áreas protegidas” entre los años ochenta y noventa; en Guatemala, el ejército diseñó aldeas modelo para aislar a comunidades indígenas; en Vietnam, el programa Strategic Hamlet buscó desplazar poblaciones rurales para romper con la guerrilla; en Colombia, tanto fuerzas estatales como grupos ilegales ejecutaron desplazamientos masivos. Siria tampoco quedó fuera: ahí los autobuses de evacuación se convirtieron en piezas del ajedrez político y militar. En todos estos casos, la movilidad colectiva fue manipulada con un fin concreto, no para facilitar el tránsito cotidiano, sino para moldear territorios, aislar cuerpos y redistribuir poblaciones.

La movilidad colectiva en contextos bélicosse transforma y se adapta para sostenerla vida, volviéndose una herramienta tanto de supervivencia como de control táctico y político. 

Moverse en la guerra es una apuesta que puede costar la vida. Y aun así, las personas siguen moviéndose. Porque no se trata de obstinación, sino de necesidad. Rossolov (2025) lo muestra con claridad al estudiar la ciudad de Járkov, Ucrania, golpeada por la invasión rusa. Ahí, en medio de bombardeos y toques de queda, el transporte público no desapareció. Se adaptó. El metro, los tranvías y los autobuses redujeron su frecuencia, cambiaron rutas, pero se mantuvieron como el esqueleto mínimo de la movilidad urbana. La gente organizó sus días no para llegar a tiempo a una cita, sino para coincidir con el único autobús que aún pasaba. El riesgo era constante, pero la necesidad de moverse era más fuerte.

Durante los peores ataques, muchas personas dejaron de pagar el pasaje. No por evasión ni indiferencia, sino porque en medio del pánico, entregar una moneda parecía irrelevante. Con el tiempo, el pago volvió, pero como un gesto solidario, como una manera de agradecer a quienes seguían operando los servicios. En ese contexto, subirse al transporte público era también un acto político. Una forma de resistencia, de cuidado mutuo, de persistencia cotidiana frente a la destrucción.

Otros estudios, como el de Travis (2022), revelan que esta lógica se replicó en otras ciudades ucranianas. En Lviv, alejada del frente inicial, el transporte colectivo se convirtió en vía de acceso para quienes huían de zonas de conflicto. En Dnipro, en Zaporizhzhia, en Poltava y Kropyvnytskyi, el patrón se repitió: los trayectos se acortaron, los horarios cambiaron, las rutas se redefinieron para esquivar zonas peligrosas. Algunas líneas dejaron de operar. Otras se transformaron en corredores de evacuación. Moverse ya no era rutina. Era urgencia. Era cálculo. Era riesgo.

Siria ofrece otro ejemplo. La guerra no solo destruyó calles y edificios; también desdibujó lo cotidiano. En ciudades como Alepo, Damasco o Deir ez-Zor, la movilidad se volvió informal, improvisada, comunitaria. El Comité Internacional de la Cruz Roja (2015) lo describe sin romanticismo: los servicios públicos no desaparecen del todo, pero mutan, se fragmentan. El transporte colectivo dejó de estar en manos del Estado y pasó a depender de actores locales, de acuerdos entre vecinos, de redes espontáneas que surgían donde ya no había nada. Se compartían camionetas, se creaban rutas según la necesidad del día. No había horarios, ni boletos, ni garantías. Pero sí había una lógica de funcionamiento. Una movilidad desde abajo. Una forma de sostener la vida cuando todo lo demás colapsa.

En contextos más frágiles, como muchas regiones del África subsahariana, la movilidad interurbana también se vuelve una cuestión crítica. Renninger (2024) muestra que un solo corte, una sola carretera bloqueada, puede aislar a una comunidad entera. En esos territorios, donde el transporte colectivo suele ser informal y dependiente de caminos rurales, perder una vía es como perder una arteria. Lo que colapsa no es solo la logística, sino la posibilidad misma de resistir, de abastecerse, de continuar.

La bicicleta, aunque rara vez aparece en estos debates, ha sido históricamente una herramienta clave. Martynyuk (2023) recupera su uso durante la Segunda Guerra Mundial. Con carreteras militarizadas, trenes reservados para el ejército y caminos inseguros, muchas personas recurrieron a la bicicleta para desplazarse: ir al mercado, huir de una zona bombardeada, visitar a un familiar. Pedalear fue, en muchos casos, la única opción. El problema fue que los regímenes totalitarios también lo supieron. Se restringió su uso, se requisaron bicicletas, se asignaron solo a quienes colaboraban con el poder. Y, aun así, mucha gente las siguió utilizando. No por capricho, sino por supervivencia. En ese contexto, pedalear fue una decisión política. Moverse, una forma de no someterse.

Fröhlich y Müller-Funk (2023) subrayan que muchas “evacuaciones” no fueron actos humanitarios, sino desplazamientos forzados encubiertos. Abordar un autobús podía significar salvarse… o terminar en una zona controlada por el enemigo. La movilidad se volvió una herramienta de control demográfico. Las rutas colectivas, lejos de ser neutrales, eran parte del campo de batalla. Subirse o no subirse era una decisión cargada de ambigüedad. A veces, no había elección.

Ignorar cómo las personas se mueven durante la guerra es dejar fuera un aspecto esencial de la experiencia civil y la resiliencia urbana en medio del conflicto. 

Moverse durante la guerra no es solo una cuestión logística. Es un acto cargado de riesgos, de estrategias, de significados. El transporte colectivo, ya sea formal o informal, estatal o comunitario, sigue operando, se transforma, se reinventa. Porque detrás de cada ruta adaptada, de cada trayecto improvisado, hay una pregunta silenciosa: ¿cómo sobrevivir cuando todo se rompe?

Y, sin embargo, no solemos incluir esta pregunta en los análisis. Se habla de territorios tomados, de batallas ganadas o perdidas, de cifras de desplazados. Pero pocas veces se observa cómo esas personas se mueven, cómo lo hacen posible, qué les cuesta, qué rutas improvisan, qué transportes recuperan, cuáles pierden para siempre.

En resumen

  • El transporte colectivo no desaparece en la guerra: se adapta, muta o se reinventa.
  • Los actores armados utilizan la movilidad como táctica militar o de control poblacional.
  • La infraestructura colectiva se convierte en columna vertebral de la resiliencia urbana.
  • Moverse a pie, en bicicleta o en autobús puede significar sobrevivir o arriesgarlo todo.
  • Las rutas y los vehículos pueden ser herramientas de salvamento o mecanismos de desplazamiento forzado.
  • Invisibilizar la movilidad colectiva en los estudios sobre conflictos equivale a ignorar una parte fundamental de la experiencia civil en tiempos de guerra.