En los últimos años, la agenda pública sobre movilidad en México ha girado con fuerza hacia la adopción de la electromovilidad. Los gobiernos locales y federales han posicionado el cambio tecnológico como un camino deseable para enfrentar la crisis climática y modernizar el transporte público. Sin embargo, esta narrativa corre el riesgo de convertirse en una panacea tecnocéntrica que deja intactas las condiciones estructurales que mantienen el rezago en la movilidad urbana mexicana. Hoy más que nunca, es necesario mirar más allá de los vehículos eléctricos y reconocer los problemas de fondo: fragmentación operativa, desigualdad territorial, baja capacidad institucional y falta de planificación basada en datos. Frente a estos retos, la inteligencia artificial (IA), lejos de ser una amenaza, representa una oportunidad subutilizada para transformar el transporte urbano de forma más justa, eficiente y democrática.
En la mayoría de las ciudades mexicanas predomina aún el esquema de transporte conocido como “hombre-camión”. Bajo este modelo, los operadores son propietarios individuales de sus unidades y compiten por el pasaje en condiciones precarias, lo que ha generado una guerra del centavo con impactos negativos en la seguridad vial, el servicio y las condiciones laborales. Esta fragmentación impide planificar rutas con base en la demanda, renovar la flota con criterios de eficiencia o establecer una red integrada con horarios y paradas predefinidas. Las unidades, en muchos casos, superan los diez años de antigüedad y operan sin garantías mínimas de calidad o seguridad, contraviniendo la propia normatividad ambiental y técnica vigente.
La carencia de corredores estructurados de transporte es un síntoma directo de esta fragmentación. La mayor parte de las rutas urbanas se ha definido de manera empírica, por donde “pasa más gente”, sin estudios rigurosos de origen-destino, patrones de movilidad o evaluaciones costo-beneficio. La ausencia de paradas oficiales, frecuencias programadas y esquemas de transbordo limita la eficiencia operativa y aleja al transporte público de los estándares internacionales. En este contexto, ni el autobús eléctrico ni el cargador rápido pueden corregir los vacíos de gobernanza ni la falta de integración modal.
A esta realidad se suma una desigualdad territorial persistente. Las zonas periféricas de las ciudades, donde vive la población de menores ingresos, tienen peores condiciones de acceso al transporte público. Los viajes desde estas zonas son más largos, más caros, más peligrosos y menos frecuentes. Mientras tanto, las inversiones en movilidad tienden a concentrarse en corredores centrales o zonas de alto valor inmobiliario. Esto no solo refuerza la exclusión social, sino que también reproduce la idea de que la movilidad es un privilegio y no un derecho.
La electromovilidad, aunque necesaria, no es suficiente para resolver los problemas estructurales del transporte urbano en México. Es imperativo abordar cuestiones como la fragmentación operativa, la desigualdad territorial y la debilidad institucional para lograr una transformación efectiva.
Un cuarto problema estructural es la escasa infraestructura para la movilidad activa: caminar y andar en bicicleta. Aunque hay avances en ciudades como Guadalajara, Puebla o Ciudad de México, muchas ciclovías están inconexas, mal diseñadas o sin mantenimiento. Las banquetas, especialmente en zonas no centrales, están rotas, invadidas o mal iluminadas. Esto afecta especialmente a niñas, mujeres y personas mayores, que enfrentan un entorno urbano hostil para su desplazamiento cotidiano. Hablar de movilidad sostenible sin garantizar condiciones seguras para caminar o pedalear es una contradicción.
La debilidad institucional agrava todos estos retos. En muchas zonas metropolitanas no existe una autoridad de transporte que coordine las acciones entre municipios, estados y federación. Las decisiones se toman sin continuidad técnica, sin datos actualizados y con estructuras administrativas precarias. La rotación constante de personal, la falta de capacitación especializada y la escasa cultura de evaluación dificultan cualquier intento de transformación profunda.
Tampoco podemos ignorar el rezago tecnológico. Aunque ya existen herramientas como tarjetas de movilidad integrada, pagos con tarjeta o apps con información en tiempo real, muchas ciudades siguen sin implementarlas o lo hacen de forma parcial y desconectada. El acceso a software especializado para modelación de transporte (como VISSIM o VISUM) es limitado por su alto costo, y la falta de capacidades técnicas impide su aprovechamiento pleno. En suma, se cuenta con tecnología, pero no con los recursos ni las habilidades para integrarla al servicio de una movilidad planificada, justa y eficiente.
El País
Y aquí es donde la discusión sobre electromovilidad se vuelve especialmente crítica. Si bien es un paso necesario hacia la descarbonización del transporte, no puede ser entendido como el punto de partida. La electromovilidad debe ser una consecuencia de una reforma más amplia que incluya la transición hacia modelos ruta-empresa, una planificación territorial equitativa, un rediseño de rutas con base en datos y un fortalecimiento institucional real. Además, la matriz energética mexicana sigue dependiendo en más de un 90% de combustibles fósiles, lo que limita el impacto ambiental positivo de electrificar el transporte si no se transita al mismo tiempo hacia una generación eléctrica limpia. Para agravar la situación, la Estrategia Nacional de Movilidad Eléctrica lleva más de dos años sin avanzar: los comentarios recabados en consulta pública no han sido resueltos ni integrados. La falta de claridad programática y de alineación con los objetivos territoriales y sociales convierte esta estrategia en una declaración de intenciones más que en una hoja de ruta concreta.
Frente a este panorama, la inteligencia artificial emerge como una herramienta concreta que puede acelerar la transformación del transporte público. En el corto plazo, plataformas de IA como ChatGPT ya permiten redactar borradores normativos, contratos tipo para modelos ruta-empresa, argumentos técnicos para financiamiento y materiales de capacitación para funcionarios públicos. Con una curva de aprendizaje mínima, es posible generar matrices de actores, evaluar propuestas de infraestructura ciclista o traducir documentos técnicos a lenguaje ciudadano.
En el mediano plazo, los algoritmos de aprendizaje automático pueden modelar la demanda de transporte, rediseñar rutas con base en patrones de movilidad, predecir saturaciones en tiempo real e identificar zonas donde la inversión debe priorizarse por razones de justicia territorial. Asimismo, se pueden automatizar reportes de desempeño de unidades, analizar en tiempo real el cumplimiento de frecuencia y paradas, e incluso crear simulaciones de red para validar escenarios de expansión.
Además, la IA puede ayudar a cerrar brechas institucionales. Hoy es posible crear asistentes virtuales que capaciten a equipos técnicos municipales en el uso de software especializado, sin depender de cursos externos costosos. Se pueden desarrollar herramientas de diagnóstico rápido que identifiquen fallas estructurales en la red y dashboards que alerten sobre interrupciones de servicio o incumplimientos normativos.
Ahora bien, se suele decir que la falta de voluntad política es el mayor obstáculo para avanzar. Esta afirmación, aunque cierta, corre el riesgo de volverse un cliché inmovilizador. Aquí es donde la IA también puede ofrecer soluciones indirectas: al visibilizar con evidencia los costos de no actuar, facilitar el diseño de políticas con mayor respaldo técnico y permitir que más actores participen informadamente en el debate. La IA no reemplaza la voluntad política, pero puede ayudar a construirla mediante transparencia, presión informada y simplificación de la complejidad técnica. Un tomador de decisiones mejor informado y con soluciones viables a la mano tiene más incentivos para actuar.
El verdadero reto está en pasar de una movilidad centrada en el vehículo (eléctrico o no) a una movilidad centrada en las personas. Esto implica reconocer el transporte como un derecho social, planificar con evidencia, distribuir el espacio público de forma equitativa y articular instituciones con capacidad de gobernar la movilidad metropolitana. La IA, si se emplea con estos fines, puede ser una herramienta clave para acortar el camino hacia un futuro más justo, eficiente y sustentable.
La inteligencia artificial representa una herramienta subutilizada que puede contribuir significativamente a mejorar la planificación, operación y gobernanza del transporte público.





































