Los acontecimientos, nos dicen los antiguos, son más poderosos que los hombres. Ni podemos inventarlos ni podemos impedir su verificación; pero, a veces, sí podemos utilizarlos, cambiar su dirección, aprovechar la marea histórica como el nadador la ola favorable”.
Quise iniciar mi colaboración con esta frase de Octavio Paz por la fuerza de su verdad: los sucesos rebasan a la humanidad, pero su impulso puede cambiar el curso hacia donde esta se dirige. En los hechos, este impulso tiene el poder de transformar el futuro.
Eso determinó mi participación en el Foro de Finanzas Sostenibles MX, un evento organizado por el Consejo Mexicano de Finanzas Sostenibles (CMFS), cuya misión es impulsar las finanzas sostenibles en México a través de las mejores prácticas, con el fin de mover el capital hacia una economía más verde, más equitativa y más resiliente.
Esta iniciativa pretende fomentar infraestructuras sostenibles para los próximos 30 años, lo cual incide necesariamente en el futuro financiero de México, es decir, en la forma física y social que veremos en el país en las próximas décadas.
La infraestructura sostenible es la base para impulsar el desarrollo económico, social y humano en México, con impacto directo en competitividad, equidad y resiliencia climática.
La infraestructura del futuro. Crecimiento sostenible en ciudades, educación, comunicaciones e industria fue el panel donde se incluyó mi participación. Un tema por demás relevante, en un momento clave no solo para México, sino para toda Latinoamérica.
La infraestructura, como resulta obvio señalar, es mucho más que carreteras, aeropuertos o estaciones de transporte: es la columna vertebral del desarrollo económico y social de cualquier nación. Sin agua potable, energía confiable, telecomunicaciones, hospitales, escuelas y un transporte público de calidad, no es posible hablar de crecimiento con equidad.
En México, la discusión sobre la infraestructura adquiere hoy una relevancia estratégica: está en juego nuestra competitividad, nuestra capacidad de atraer inversiones en el marco del nearshoring y, sobre todo, la posibilidad de construir un futuro sostenible y justo para las próximas generaciones.
La evidencia es clara: invertir en infraestructura genera un efecto multiplicador en la economía. Mejora la productividad, atrae inversiones, genera empleos de calidad y amplía las oportunidades para millones de personas. Pero su impacto no se limita a lo económico: una infraestructura adecuada reduce desigualdades, fortalece la educación, mejora la salud y ayuda a combatir la pobreza. En pocas palabras, es la palanca que transforma crecimiento en desarrollo humano.
De ahí que la Agenda 2030 de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) haya colocado a la infraestructura sostenible como un pilar fundamental para cumplir sus Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Una carretera no solo conecta ciudades, conecta oportunidades; lo mismo que un sistema de transporte masivo no solo reduce emisiones: acerca a las personas a la educación, al empleo y a la salud. Sin embargo, México necesita pasar de la lógica de “construir más” a la de “construir mejor”, de manera resiliente, sostenible y socialmente inclusiva.
El futuro del transporte público depende de una visión integrada: electromovilidad, innovación tecnológica y accesibilidad, para construir ciudades más sostenibles e inclusivas.
Para México, este debate no es teórico: es urgente. En la medida en que logremos alinear nuestras inversiones con una visión de largo plazo, podremos aprovechar diversas oportunidades, fortalecer nuestra resiliencia climática y cerrar las brechas de desigualdad que nos frenan.
Ahora bien, avanzar hacia un transporte público moderno y sostenible implica diversas transformaciones. Por ejemplo, que todos los sistemas de transporte que existan en una ciudad funcionen como una sola red fluida, es decir, integrados y conectados. También, un avance sustantivo en electromovilidad, de tal manera que se lleve a cabo una sustitución progresiva de las flotas por autobuses y trenes eléctricos, con estaciones de carga en patios y terminales.
Se necesita la construcción de nuevas líneas y corredores, así como la renovación de calles, estaciones, centros de transferencia y terminales, lo que se traduce en expansión y modernización. También se requiere innovación tecnológica, desde la aplicación de la inteligencia artificial, la Internet de las cosas (IoT) y vehículos autónomos para gestionar mejor los servicios. A ello se suma la accesibilidad y la seguridad: es decir, una infraestructura diseñada para todas las personas, que además las proteja frente a accidentes o cualquier tipo de riesgos.
En conclusión, la infraestructura del futuro no es un tema técnico, es una estrategia de nación. Invertir en ella significa decidir qué país queremos ser: uno que arrastra rezagos y desigualdades, o uno que apuesta por un desarrollo sostenible, inclusivo y competitivo.
La respuesta no puede esperar. El futuro de la movilidad y del transporte público en México depende de que hoy tracemos un rumbo claro: infraestructura resiliente, transporte sostenible y ciudades en armonía con la naturaleza. Solo así podremos garantizar que el crecimiento económico se traduzca en bienestar real para la sociedad y en un país preparado para los desafíos del siglo XXI.




































