En las principales metrópolis de México, el congestionamiento vial dejó de ser solo un fastidio cotidiano para convertirse en un problema estructural que afecta la productividad, la salud y el tiempo libre de millones de personas. Más que congestionamientos puntuales, hablamos de pérdidas acumuladas: horas robadas a familias, mayores costos económicos y una ciudad menos habitable. Un diagnóstico necesario para pensar soluciones que no solo muevan vehículos, sino que mejoren la vida urbana.
Ese tiempo tiene traducción económica. Un estudio del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) estimó que, en 32 ciudades del país, la congestión genera un costo anual equivalente a decenas de miles de millones de pesos y que, en promedio, cada persona pierde alrededor de 100 horas adicionales al año en sus traslados por congestión. Esas horas, además de reducir la productividad, se traducen en mayor consumo de combustible, desgaste vehicular y costos logísticos para empresas.
Frente a este diagnóstico, la discusión técnica y política ha ido migrando hacia soluciones integradas: mejorar el transporte público de alta capacidad y fiabilidad, gestionar la demanda mediante políticas viales y fiscales, y apostar por la movilidad activa y la micromovilidad como alternativas de última milla. La reducción del vehículo privado en viajes cortos no solo disminuye congestión, sino que genera calles más seguras y mejora la calidad del aire. Organizaciones internacionales y centros de investigación han documentado que pasar entregas de última milla y desplazamientos cortos a bicicletas de carga, bicicletas y scooters eléctricos reduce kilómetros-viaje motorizados (VKM) de manera significativa, con efectos positivos en emisiones y congestión.
En la práctica, poner énfasis en la “última milla sin motor” implica combinar infraestructura —carriles y estacionamientos seguros para bicicletas, vías peatonales de calidad, intermodalidad con estaciones de autobús y metro— con regulación que promueva servicios compartidos y micrologística urbana. Ciudades que han priorizado este enfoque muestran mejoras medibles: menor tiempo de espera en tramos finales del viaje, incremento en el uso de modos activos y una percepción de mayor seguridad vial. En México, pilotajes y proyectos locales (desde ciclovías protegidas hasta programas de bicicletas públicas y zonas 30) han mostrado que, con diseño e incentivos adecuados, parte de la demanda automovilística se puede reconducir.
No obstante, implantar estas soluciones exige un cambio institucional y presupuestal. Datos y diagnósticos locales señalan que el transporte público recibe una fracción del financiamiento necesario respecto al costo social que genera la congestión; al mismo tiempo, persisten déficits en planificación metropolitana y coordinación intergubernamental. Sin recursos y gobernanza, incluso buenas ideas quedan fragmentadas. La experiencia internacional y las recomendaciones de organismos globales apuntan a combinar inversión en infraestructura, esquemas tarifarios y tecnologías (gestión de tráfico, datos de movilidad) con políticas que incentiven la redistribución modal.
¿Y qué gana una ciudad cuando reduce la congestión? Menos horas perdidas por persona; reducción de emisiones contaminantes; menores costos logísticos; calles más seguras y más espacio público para actividades sociales y económicas; y, crucialmente, ciudadanos con más tiempo para la familia, el descanso y la participación cívica. Ese conjunto de beneficios explica por qué la movilidad urbana ya no es solo una cuestión de ingeniería vial, sino una política pública central para la calidad de vida urbana.
La urgencia es práctica: cualquier plan serio necesita metas claras (reducción de tiempo medio de viaje, aumento modal del transporte público y la bicicleta, disminución de emisiones), instrumentos de medición (uso de big data de flotillas, índices de congestión) y metas de gobernanza y financiamiento. La apuesta por la movilidad de última milla sin motor —peatonalidad, bicicleta, bicicletas y vehículos eléctricos ligeros para recorridos cortos— es una palanca asequible y de alto impacto para recuperar tiempo y espacio urbano.
Apostar por la movilidad activa y la micromovilidad eléctrica en la última milla puede reducir significativamente los viajes en automóvil, descongestionar las calles y mejorar la habitabilidad de las ciudades.