En las grandes ciudades mexicanas, el transporte público es más que un servicio: es la columna vertebral de la vida cotidiana. Sin embargo, la calidad y la seguridad del servicio siguen estando condicionadas por factores humanos que solo pueden abordarse con políticas de formación constantes, integrales y sensibles al género. La capacitación periódica de operadores —no solo en manejo defensivo y normas técnicas, sino también en atención al usuario, igualdad de género y protocolos contra el acoso— debe pasar de ser una buena práctica a una obligación estratégica para autoridades y concesionarios.
La capacitación periódica de los operadores de transporte público debe incluir no solo manejo defensivo y seguridad vial, sino también atención al usuario y perspectiva de género, para prevenir el acoso y mejorar la confianza de los pasajeros.
Las cifras ponen en relieve la urgencia. Encuestas y diagnósticos regionales han mostrado que una proporción muy elevada de mujeres ha vivido algún tipo de violencia o acoso en el transporte público (90%); programas internacionales y regionales estiman que más de la mitad de las usuarias ha sufrido agresiones verbales, tocamientos o intimidación en su desplazamiento cotidiano. Ese contexto convierte al operador —la persona que maneja y atiende al pasajero— en un actor clave: su conducta, sensibilidad y capacidad de respuesta pueden empeorar o mitigar la experiencia y la seguridad de millones de personas.
¿Qué debe incluir una formación moderna y periódica? En primer lugar, manejo defensivo y eficiencia operativa. Estudios técnicos y documentos de instituciones especializadas muestran que la formación continua en conducción preventiva y en el uso de simuladores reduce siniestralidad y mejora la calidad del servicio; algunos análisis de empresas y centros de capacitación estiman reducciones importantes en incidentes y costos operativos cuando la instrucción es sistemática. Es decir: invertir en capacitación salva vidas y reduce pérdidas económicas.
Pero la capacitación no puede limitarse a maniobras y reglamentos. La atención al cliente —cómo tratar a una persona con discapacidad, cómo atender a una madre con niños, cómo responder a una queja— figura entre los contenidos básicos que institutos mexicanos y programas estatales ya integran en sus cursos para operadores. La profesionalización del trato influye directamente en la percepción de calidad y en la confianza de usuarias y usuarios.
La tercera arista, y quizá la que más exige un cambio cultural, es la formación con perspectiva de género y protocolos contra el acoso. Ciudades y operadores que han incorporado módulos específicos sobre cómo reconocer, atender y documentar incidentes de violencia o acoso reportan no solo más denuncias —porque las usuarias confían más— sino también respuestas más eficaces por parte del personal. Iniciativas internacionales como las de Transport for London han puesto en marcha campañas y formación para el personal de primera línea; como señalan sus comunicados, la organización “se opone a todas las formas de acoso sexual y delitos de odio en el transporte público” y ha desplegado formación específica para que el personal pueda responder y apoyar a las víctimas. Esa lógica de tolerancia cero y capacidad de respuesta puede trasladarse a México con adaptaciones locales.
Hay casos de éxito concretos que pueden servir de referencia. Bogotá, por ejemplo, impulsa desde hace años cursos y manuales para incorporar perspectiva de género en la operación de sistemas masivos y en la vinculación laboral de mujeres conductoras; estos esfuerzos buscan tanto proteger a las usuarias como diversificar la plantilla de operadores, lo que a su vez mejora la convivencia a bordo. Otros proyectos regionales apoyados por organismos multilaterales han diseñado campañas de prevención, formación para personal de estaciones y protocolos de coordinación con cuerpos de seguridad y atención a víctimas.
En México ya existen ejemplos y experiencias que pueden escalonar estas prácticas: iniciativas estatales que contemplan cursos de capacitación y adiestramiento para sensibilizar a conductores sobre la atención al usuario y la seguridad; manuales y estándares de calidad que oficializan módulos de servicio al cliente y manejo preventivo. El reto es homogeneizar estas acciones, garantizar su periodicidad y vincularlas a incentivos —certificaciones, renovaciones de concesión o apoyos económicos— para evitar que sean ejercicios puntuales sin seguimiento.
Casos de éxito en México y en ciudades como Bogotá y Londres demuestran que formar a los conductores en servicio y equidad de género reduce incidentes, dignifica el oficio y contribuye a un transporte público más seguro e inclusivo.
Además, las políticas deben contemplar módulos obligatorios de igualdad de género, identificación de conductas de riesgo, técnicas de intervención ante agresiones, y protocolos que protejan a la persona afectada y documenten el incidente para su seguimiento. Organizaciones como Right To Be han difundido guías y estudios de caso sobre campañas psicosociales y formación para empleados del transporte que muestran el impacto de intervenciones breves y focalizadas en mejorar la respuesta institucional ante el acoso.
¿Cuánto costaría este giro? Más de lo que cuesta no hacerlo. Las externalidades del mal servicio y la inseguridad —desde horas perdidas hasta pérdidas de empleo y bienestar, pasando por costos sanitarios y legales— son cuantiosas. Por el contrario, programas integrales de capacitación producen beneficios que se traducen en menos accidentes, menos quejas, mayor uso del transporte y mayor percepción de seguridad: un círculo virtuoso para operadores, empresas, ciudadanas y ciudadanos.
En última instancia, profesionalizar la conducción es también dignificar el oficio. Un operador formado y valorado no solo conduce mejor: entiende su papel como servidor público, respeta a la persona que sube al autobús o al metro y actúa como primer filtro contra la violencia en el espacio público. Ante la urgencia de reducir la violencia de género y mejorar la movilidad urbana, la capacitación periódica, evaluada y con perspectiva de género no es una opción; es una pieza central para ciudades más seguras, inclusivas y eficientes.