La educación vial suele verse como un complemento didáctico superficial: unos talleres en la escuela, una campaña publicitaria anual y la exigencia de un examen para obtener la licencia. Sin embargo, especialistas en salud pública y transporte coinciden en que reaprender a movernos es una pieza central para reducir las muertes y lesiones en las vías y para transformar la convivencia urbana. La seguridad vial no es solo infraestructura; es comportamiento, información, normas y, sobre todo, cultura.
En México, las autoridades y organismos técnicos han tratado de articular esta visión. Planes como el Programa Integral de Seguridad Vial de la Ciudad de México incorporan un enfoque de “sistema seguro” que va más allá de sancionar: busca prevenir mediante diseño vial, regulación y formación ciudadana. Ese enfoque se alinea con metas internacionales para reducir la mortalidad vial en la próxima década. Pero la práctica diaria sigue mostrando brechas importantes entre políticas y realidad: el desconocimiento de normas, la normalización de conductas riesgosas y mensajes de campaña que, a veces, culpan a las víctimas en lugar de abordar causas estructurales.
La educación vial efectiva combina formación temprana y continua,profesionalización de conductores, campañas sostenidas y diseño urbano seguro; por sí sola, la enseñanza teórica no reduce siniestros.
En la esfera de la licencia de conducir, la calidad del trámite importa. Expertos y organizaciones civiles han alertado sobre propuestas que relajan controles —como la idea de otorgar licencias “permanentes”, o entidades que ofrecen el carnet sin exámenes— y advierten que internacionalmente no se recomienda eliminar mecanismos de renovación que permiten evaluar aptitudes y refrescar comportamientos.
“Las prácticas internacionales no avalan la expedición de una licencia permanente en términos de seguridad vial”, dijo Sajidh de la Cruz, director de Seguridad Vial y Vehicular de la organización Refleacciona con Responsabilidad, en una entrevista con un medio nacional. El argumento no es burocrático: la renovación y evaluación periódica son herramientas preventivas que, junto con formación continua, reducen errores humanos responsables de muchos siniestros.
La sociedad civil y colectivos especializados han puesto también el dedo en la llaga sobre el papel de la industria y la política en la definición de estándares. Alejandra Leal, codirectora de la organización Céntrico, ha criticado presiones para relajar normas que afectarían la seguridad vehicular y lamenta que, pese a los avances normativos, haya intentos de retroceso desde sectores con intereses comerciales. La tensión entre protección al usuario y prioridades económicas complica la tarea de consolidar una cultura de respeto en la vía pública.
Otro elemento clave es la comunicación: las campañas públicas deben evitar mensajes que responsabilicen a peatones y, en su lugar, explicar responsabilidades de cada actor, mostrar evidencias y proponer conductas alternativas. Las campañas que funcionan combinan emoción con información práctica: por ejemplo, simulaciones en escuelas, circuitos para ciclistas, concursos comunitarios y mensajes sostenidos que refuercen comportamientos deseables (uso de cinturón, velocidad adecuada, no usar el teléfono al conducir). El Secretariado Técnico del Consejo Nacional para la Prevención de Accidentes (STCONAPRA) y organismos de salud impulsan estas campañas con enfoque de “sistemas seguros”, pero su impacto depende de constancia y seguimiento.
La educación vial también debe ser evaluada con datos: contar con registros fiables de siniestros, lesiones y factores causantes permite diseñar intervenciones específicas (por ejemplo, cinturones, pasos peatonales protegidos, reducción de velocidad en tramos críticos). Instituciones de salud pública y transporte insisten en que el abordaje debe verse como una política de salud pública: los siniestros viales representan una carga sanitaria y económica que obliga a inversión sostenida en prevención.
Finalmente, cambiar la cultura vial exige actores múltiples: escuelas, autoridades locales y nacionales, policía de tránsito, sector privado y organizaciones comunitarias. Intervenciones exitosas en otras latitudes muestran que la combinación —infraestructura segura + reglas claras + educación continua + fiscalización justa— reduce significativamente las víctimas.
Para México, el reto es coordinar esos elementos con enfoque y equidad: las estrategias deben priorizar personas con discapacidad, peatones, ciclistas y usuarios del transporte público, quienes son los más vulnerables y, a la vez, los menos atendidos en muchas ciudades.
Reaprender a movernos implica, en suma, desplazar el foco desde “culpar al conductor” o “enseñar normas” hacia construir entornos y rutinas que faciliten el comportamiento seguro.
No es una solución rápida: exige inversión sostenida, políticas públicas basadas en evidencia y, sobre todo, la voluntad colectiva de transformar hábitos. Pero la alternativa —más lesiones, más familias impactadas y un costo económico y social mayor— deja claro que la educación vial debe dejar de ser un añadido y convertirse en el pilar de una movilidad verdaderamente segura para todos.
Políticas y prácticas (renovación de licencias, datos fiables, enfoque de sistema seguro) y la coordinación entre gobiernos, sociedad civil y sector privado son imprescindibles para transformar la cultura vial y reducir muertes.